SOY ALCOHÓLICA EN REHABILITACIÓN

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Comencé a beber a los 13 años. Primero una cerveza porque las regalaban en la inauguración de un bar o una terraza de verano. Entonces aprovechábamos y bebíamos gratis. Luego se hizo más frecuente. Después las copas… cuando me di cuenta, llevaba más de media vida mintiendo, ocultando y escondiéndome de todo el mundo. 
Primero, de mis padres. No quería que supieran que había empezado a beber tan pequeña. 
En segundo lugar, de mis amigas. Sí, ellas al principio bebían conmigo pero, con el tiempo, empezaban a marcharse y yo seguía bebiendo sola, cerrando bares y cambiando de grupos a lo largo de la noche para seguir y seguir bebiendo. Invitaba a gente para robarles unos minutos más alrededor de una botella. Quizás creía robarles así algo parecido al cariño, para no sentirme sola en aquellas noches tan largas.
También me escondía de los chicos. Cuando tomaba varias copas, se creían con derecho a aprovecharse de mí, a insultarme, a tocarme… me sentía sucia, despreciada, mal, muy mal en todos los sentidos. Ellos podían divertirse bebiendo y estaba bien visto, pero yo no; yo era una jovencita y, si bebía, era a sus ojos como si me faltara el respeto a mí misma, como si los provocara, como si les diera el derecho a pensar que yo era despreciable o una chica fácil.
Algunas veces llegué a mi casa en muy malas condiciones, borracha, y vomité desde la cama en plena madrugada. Las mañanas de dolores intensos de cabeza y broncas familiares se fueron haciendo más frecuentes… y mi necesidad de beber entre semana también. Llegó un momento en el que, aunque no bebiera, no podía estar tranquila si no sabía dónde podría tomar un trago, dónde había una botella o dinero a mi alcance.
Mis padres creían que era una viciosa y me castigaban sin salir. Pero yo escondía alcohol en los sitios más enrevesados. Si bebía y me descubrían, mentía. Mentía aunque tuviera la prueba delante, y arremetía contra mis padres haciéndoles sentir mal por desconfiar de mí, por no apoyarme, por compararme con mi hermana pequeña tan estudiosa y responsable, por mirarme con cara de decepción… todo me servía de excusa para sentirme mal y justificar una nueva borrachera.
Mi grupo de amigas fue formalizando sus parejas, pero cuando yo tenía 29 años me dejó un novio al que le había gustado desde el instituto. Ya no volví a tener pareja. Me dejó porque mi prioridad no era él, era beber. Mi dinero era para beber. Mi tiempo, mi preocupación, mi objetivo en la vida no iba más allá de asegurarme el próximo consumo. Y claro… todo lo demás se fue arruinando: estudios, relaciones familiares, salud, reputación… ¡Tantos numeritos en público que hoy me avergüenzan! Pero yo entonces creía que era la reina de la pista, el alma de la fiesta. Y me quedé sola con la botella, escondiéndome de todos, mintiendo a todos, sabiendo que me estaba arruinando la vida, queriendo dejar de beber y no pudiendo vivir sin el alcohol.
La situación tocó fondo cuando, con 34 años, mis padres me dieron un ultimátum, eliminaron todo el alcohol y me encerraron en casa. Mis cambios de humor y mis arranques violentos provocaron que le rompiera la mano a mi madre en un forcejeo. Esa noche a penas pude dormir. Fue delirante. Al amanecer me intoxiqué bebiendo colonia porque no podía aguantar la ansiedad que tenía por las mañanas sin probar una gota. Vomité y me puse muy mala. Fui a urgencias y entonces me hablaron de que tenía una enfermedad que se llama adicción, y que tenía que ingresarme, desintoxicarme y hacer terapia de rehabilitación.
Mis padres me trajeron a Guadalsalus. Yo no quería venir. Tuve que aceptar porque sabía que la había liado muy gorda. Pero, en el fondo, yo seguía pensando que podía controlar mi consumo si quería. Que podía pegarme una temporada aquí ingresada sin beber porque me había colado bastante, pero que luego podría tomarme de nuevo una cerveza o una copa cuando tuviera más fuerza para controlarme. En realidad, no podía imaginar mi vida sin beber. Es más, no creía que la vida misma mereciera realmente la pena sin alcohol. Aun así, vine por contentarlos.
Cuando llegué, encontré varios compañeros del centro de ingreso que eran alcohólicos y alcohólicas como yo. Ellos me miraban y sabían perfectamente lo que pensaba y cómo me estaba sintiendo. También encontré una terapeuta que es alcohólica rehabilitada. Yo la miro muchas veces sin que ella se dé cuenta… me encanta saber que aquella mujer tan simpática, segura de sí misma y con las ideas tan claras había estado en el mismo hoyo que yo y había logrado salir adelante. Ella está siendo para mí un motivo de esperanza durante todo este tiempo.
Rápidamente sentí dos sensaciones. Sentí mucho descanso, porque aquí no tengo que mentir a nadie. No tengo nada que esconder. Aquí puedo reconocer lo que soy, puedo decir lo que pienso. Nadie me juzga, todos me entienden y me ayudan a encontrarme de nuevo con lo mejor de mí misma. Incluso me siento muy identificada con las historias más oscuras y dramáticas de sus vidas… aquí nadie es mejor que nadie. Por eso somos un grupo de verdad.
Pero además de descanso, volví a sentir ilusión. Ilusión al imaginarme en un futuro con salud y sin bebida. Al ver que estaba recobrando una buena relación con mis padres. Al ver que el distanciamiento con mi hermana se solucionaba conforme yo me iba encontrando mejor. Recobré la ilusión por la lectura, que tiempo atrás me había gustado tanto. Me vi en mejor forma física y, por qué no decirlo, más guapa. Me gustaba lo que empezaba a ver en el espejo y, tanto en el grupo como en sesiones individuales con nuestra psicóloga, me ayudaron a cambiar también mi autoimagen por dentro, el concepto de mí misma. 
Han pasado casi tres meses del día de mi ingreso. Me queda mucho trabajo por delante, pero mi vida ha cambiado. Hay un antes y un después de mi ingreso. Porque antes no sabía entender la vida nada más que desde el alcohol. Lo había hecho todo consumiendo. Todo me recordaba al alcohol. Nada tenía sentido sin la botella. Hoy sé que lo volvería a perder todo con un solo sorbo y comprendo que todo mi bienestar se iría por la borda si vuelvo a las antiguas conductas de mi adicción. Hoy no sólo quiero dejar de beber. Hoy quiero ser feliz por mí misma, sin tener la necesidad de consumir.
L.C.V.

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